Bilingual Intervention — “Letter to Armando Normand: En esta tierra no hay lugar para más olvido / There is no room for more forgetting on this land”

Nohely Guzmán (University of California, Los Angeles)

This is a deeply personal, bilingual letter I wrote to Armando Normand, a figure synonymous with atrocity in the history of rubber extraction in the Amazon. Through this letter, I hope to perform an autopsy and create a spoken portrait of him that allows a traversing of times of sorts, and that serves as an antidote against forgetting. Armando Normand was born in Cochabamba around 1880, where he lived, grew up, and studied for about his first 20 years before moving to London to pursue accounting and business administration. In London, he mingled with South American elites and diplomats, enabling him to enter the rubber business and return to South America as one of the most fearsome executioners imaginable. Normand spent six years in Putumayo, Colombia, overseeing a rubber station ironically named “Matanzas” (slaughters), a title that suited him perfectly. Known as “the Bolivian” during the rubber holocaust, one of humanity’s most painful periods, he was repeatedly described by witnesses as a monster and demon, forever accompanied by terms like “cruelty,” “evil,” “horror,” “atrocity,” and “genocide.” It is in the Cochabamba of my paternal family that I felt the urgency to write this letter, hoping to unravel the silences that haunt a history that is also mine and to resist the encroachment of forgetfulness. I also wish to honor the dedicated work of Roger Casement, a gay Irishman who ventured into the Congo and the Amazon to document the atrocities committed by the many Armando Normands of that time, on a mission to restore singing and dignity to the peoples who endured the slave regimes of the rubber scoundrels.

Nohely Guzmán is a Bolivian feminist and anti-colonial PhD student in the Department of Geography at UCLA. Her work focuses on Indigenous understandings of embodiment, territoriality, Amazonian memoryscapes, and self-determined life-politics in the Bolivian Amazon.

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Cochabamba, Bolivia
4 de Septiembre de 2024

Señor Armando Normand
Capataz — Estación Cauchera “Matanzas”
Peruvian Amazon Company

En esta tierra no hay lugar para más olvido

Hace varias semanas leí tu nombre por primera vez entre los desgarradores relatos sobre la extracción de goma en la Amazonía a la que hasta hace poco llamaba mi hogar. Desde entonces, un desacomodo se me ha metido debajo de la piel, haciendo pesados mis pasos, y mi cuerpo reacio al cálido tacto del sol. Naciste y creciste aquí en Cochabamba, cerquita de donde hasta hoy mí padre y abuelo hacen cantar sus charangos. No me basta pensarte. No puedo dejarlo ir. Suspendida entre mundos, me dirijo a ti porque intuyo que me escuchas, porque no sabría cómo volver a mirar a los ojos de quienes me abrieron las puertas de su territorio si mantengo este silencio que asfixia, ni cómo caminar entre los árboles que lo han visto todo, y que en su corteza guardan lo que ahora también llevo en la mía. Te escribo porque sé que el olvido es la única gloria que te queda.

Hace algunos años, visité por primera vez el norte amazónico boliviano, recorriendo las rutas de Riberalta, Guayaramerín, las afueras de Cachuela Esperanza, y el Territorio Chácobo-Pacahuara. Quería hacer un trabajo de investigación en esa región. “Está bien, te daremos autorización para que entres a nuestro territorio a hacer tus entrevistas,” me dijo Maro Ortiz, Capitán Grande del Territorio Indígena Chácobo-Pacahuara. “Pero eso sí,” añadió de forma contundente, “no puedes llevarte ninguna planta, semilla, ni nada de ahí. Ya nos han robado demasiado.” Sus palabras retumbaron en mi cabeza, y mientras en su idioma debatían a quién enviarían en mi compañía, yo sólo atiné a asentir en silencio. Salí de su oficina en la Central de Región Amazónica de Bolivia (CIRABO), contenta pero ciertamente desconcertada, con mi carta de autorización en mano. Repetía en mi cabeza las instrucciones que me habían sido dadas: llegar a la comunidad, buscar al presidente (máxima autoridad comunal), pedirle que convoque a las demás autoridades comunales, hacer que mi acompañante designado/a dé lectura a mi carta de autorización, y luego de que me sea dada la palabra, presentarme a mí, a mis acompañantes, y a mi propuesta de proyecto. Parada cerca a la puerta, recuerdo haberle dicho a Adolfo, un amigo del pueblo Moxeño-Trinitario que en esa y muchas otras ocasiones me ha guiado por las Amazonías: “Me dijeron que sí, así que vamos. Su principal condición es que no toque sus plantas. Curioso, ¿no?”

Adolfo me miró silencioso, levantando ligeramente la ceja derecha, con ese gesto suyo, astuto y pausado, con el que te hace saber que hay algo más que él sabe, y que, si tienes suerte, en algún momento soltará. “La historia de ellos [pueblos como los Chácobo y Pacahuara] es muy dura, y muy distinta a la de nosotros en Moxos,” me dijo. “Yo he escuchado a los Ortiz muchas veces, de jóvenes, a la vez de niños. Cuentan cosas sumamente dolorosas de sus padres, de sus abuelos, del tiempo del caucho,” continuó, antes de narrar las marcas de azotes de las que había oído bastante, y de los años sangrientos que no hace mucho habían delineado los cuerpos y geografías de esa región de la Amazonía. “¡Qué no hicieron por acá en el tiempo de las barracas[1] esos caucheros! Hasta terminar de sangrarlos todos, rallaron los árboles,” terminó.

Los espectros del caucho y los regímenes genocidas del terror que lo sostenían no han dejado de ser nombrados ahí, casi 100 años después. Varios eran y continúan siendo los ecos palpables de ese tiempo para quienes tienen los poros del alma abiertos para sentirlos. Entre los barcos abandonados que hasta hoy son monumento en las plazas citadinas, y las barracas alrededor de las que ahora se tejen vidas libres sobre los vestigios del dolor, se encuentran anclajes palpables de una memoria impregnada en el monte. Aún hoy, 100 años más tarde, hay quienes escuchan en ese monte los gritos de agonía de sus ancestros infligidos durante la época de la angurria por la goma, el oro blanco.

Esas voces atormentadas que aún murmuran en el viento y se enraízan en las playas de los ríos, son lo que me trae a ti hoy, Armando Normand. Seguramente creíste que pocos te invocarían a un espacio como éste para nombrarte responsable, o que pocos te recordarían luego de tu impune y cobarde fuga en tu juicio en Iquitos, Perú. Con toda certeza, ya debes hasta escuchar lo que voy a decir. Lo que quizá no alcances a discernir es la cantidad de horas que te he pensado, casi de manera rumiante, especialmente ahora que sé que es muy probable que me encuentre andando por las mismas calles que recorriste en tu infancia y adultez temprana en Cochabamba. He tratado miles de veces de imaginar tu rostro y tu voz, tus experiencias formativas aquí, y sobre todo, en qué lugar aprendiste esa crueldad que ensayaste incansablemente en la Amazonía. Mil preguntas dan vueltas en mi cabeza: ¿Te llevará alguien flores a la tumba en el cementerio aquí en Cochabamba? ¿Te recordará alguien como amigo, familiar, o siquiera como conocido? ¿Cómo lograron tus encubridores casi borrar tu nombre de nuestras bocas, libros, y archivos? ¿Seguirán teniendo pesadillas contigo las personas y sus hijos a quienes mutilaste la vida cobardemente? Y, una cada vez más recurrente, ¿cómo se hace una autopsia a bárbaros como tú, 100 años después?

Cacerías indígenas, como las llamaban tú y tus mercenarios; mortales azotes y mutilaciones; la carne humana que desgarró tu perro mastín por orden tuya; y las múltiples heridas genitales que infligiste sin piedad a las niñas indígenas a quienes llamabas concubinas, son solo algunas de las cicatrices tangibles con las que se pueden trazar tus pasos y hacerte un retrato hablado. Incalculables, sin embargo, son aún las heridas y pérdidas en los mundos que tú y quienes invirtieron en el negocio de muerte del caucho causaron al intentar exterminar idiomas, conocimientos, y constelaciones de relacionamiento con la vida y la selva. Todo arrojado a las pútridas fauces de la goma y sus barones, esos a quienes llaman hombres de patria y progreso.

Te imagino jactándote con total frescura con los capataces caucheros aquí en Bolivia, especialmente Fidel Endara y Víctor Mercier, asesinos de Pacahuaras del río Beni. Con seguridad habrías celebrado las viles canalladas de Nicolás Armentia contra los Esse Ejja a lo largo del territorio Kavineño y sus extensas arterias acuáticas. No tengo duda de que habrías disfrutado la siniestra compañía de Antenor Vázquez a orillas del río Ivón. Se me destemplan los dientes tan solo de pensar que bañé mis pies en la misma playa y en las mismas aguas en las que ellos, como tú, convirtieron la agonía y la desecración de almas en su pasatiempo.

¿Les perdonarán algún día los hijos de quienes lograron escapar de sus garras, pero nunca pudieron volver a dormir? ¿Qué melodías arrullaron a aquellos que quedaron huérfanos de universos, viviendo sin padres, sin tíos, sin abuelas? ¿Cómo sanan los ríos y los árboles que ustedes convirtieron en infraestructuras de tormento? ¿Qué fue de los otros que también hicieron del cepo un verbo de agonía y sufrimiento para los que aún no se han encontrado palabras? ¿Cuántos Armandos Normands existirán hoy entre nosotros, también vestidos de precursores del progreso de esta mal llamada nación? No sé. No sé. No lo sé.

Lo que sí sé es que pocas cosas hacen vibrar más la piel que el soplido de las zampoñas al ritmo de las que hoy como ayer zapatean y bailan las comunidades Chácobo. Las abuelas han deshecho los silencios de esos años, tejiendo delicadamente historias y cuentos para los niños, sin interrumpir la vitalidad de esa lengua que intentaste exterminar. Los sonidos del monte han vuelto a cantar, así como también lo han hecho los aromas de las plantas y sus frutos. Estoy segura de que las vitales carcajadas de los niños retumban más fuerte que cualquier espectro errante de los tuyos. El tabaco nunca dejó de nacer, y ahora me pregunto si es por furia que siempre resurge. A ti te soplaron lejos, y me atrevo a decir, quizá con soberbia seguridad, que nadie jamás querrá pronunciar, mucho menos llevar, tu nombre cerca del suyo.

Desde este valle cochala que aguanta tus restos, no pude contener el impulso de escribirte esta carta. Aquí, no olvidaremos tu nombre ni el de los otros mercenarios con los que “hacías nación,” porque, en palabras de sabio peruano Ino Moxo: “De solo pensar que aquellos genocidas eran hombres, hasta hoy, por momentos, me dan ganas de nacionalizarme culebra, o palo sangre, o piedra de quebrada, cualquier cosa.” Aun a riesgo de que se me devuelvan las palabras y su poder en las serpenteantes vueltas de este cosmos nuestro, espero que los ecos de los gritos que causaste, junto a las risas que hoy los ahuyentan, te persigan, asfixien, y atormenten sin cesar, sea cual sea el plano en el que existas.

Nohely Guzmán

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Cochabamba, Bolivia
September 4th, 2024

Mr. Armando Normand
Foreman — “Matanzas” Rubber Station
Peruvian Amazon Company

There is no room for more forgetting on this land

Several weeks ago, I read your name for the first time among the harrowing accounts of rubber extraction in the Amazon, which until recently I called home. Since then, a disquiet has nestled beneath my skin, weighing down my steps, and making my body reluctant to the warm touch of the sun. You were born and raised here in Cochabamba, close to where my father and grandfather still make their charangos sing. Thinking of you is not enough; I cannot let it go. Suspended between worlds, I address you, sensing you can hear me, for I wouldn’t know how to look into the eyes of those who opened the doors to their territory if I maintained this suffocating silence, nor how to walk among the trees that have witnessed everything and that hold in their bark what I now also carry in mine. I write to you because I know that forgetfulness is the only glory you have left.

A few years ago, I visited the northernmost part of the Bolivian Amazon for the first time, traveling through the routes of Guayaramerín, Riberalta, the outskirts of Cachuela Esperanza, and the Chácobo-Pacahuara Territory. I wanted to conduct research in that region. “Alright, we will give you permission to enter [our territory] and do your interviews,” said Maro Ortiz, the Great Captain of the Chácobo-Pacahuara Indigenous Territory. “But,” he added firmly, “you can’t take any plants, seeds, or anything from there. Too much has been stolen from us already.” His words echoed in my head, and as they debated in their language whom to send to accompany me, I could only nod silently. I left his office at the Central de Región Amazónica de Bolivia (Central Office of the Amazon Region of Bolivia, CIRABO), content yet certainly perplexed, with my authorization letter in hand. I repeated in my head the instructions I had been received: arrive at the community, find the president (the highest communal authority), ask them to convene the other communal authorities, have my designated companion read my letter of authorization, and, after being granted the floor, introduce myself, my companions, and my project proposal. Standing near the door, I remember telling Adolfo, a friend from the Moxeño-Trinitario people who has guided me through the Amazon on that and many other occasions: “They said yes, so let’s go. Their primary condition is that I don’t touch their plants. Curious, isn’t it?”

Adolfo looked at me in silence, raising his right eyebrow slightly, with an astute and deliberate gesture letting you know that there’s something else he knows, and that, if you’re lucky, he might reveal it later. “Their history [of peoples like the Chácobo and Pacahuara] is very harsh and very different from ours in Moxos,” he said. “I’ve heard the Ortiz family many times, when they were young, even as children. They tell incredibly painful stories about their parents, their grandparents, from the rubber times,” he continued, before recounting the whipping marks he had heard so much about, and the bloody years that not too long ago had marked the bodies and geographies of that Amazonian region. “What didn’t those rubber barons do here during the time of the barracas?[2] They bled the trees dry until there was nothing left,” he concluded.

The specters of rubber and the genocidal regimes of terror that sustained it are still named there, almost 100 years later. Many were, and continue to be, the palpable echoes of that time for those whose souls’ pores are open to feel them. Between the abandoned ships that still stand as monuments in the city squares and the barracas around which lives are now woven freely over the remnants of pain, there lie tangible anchors of a memory imbued in the forest. Even today, a century later, many can hear in that forest the cries of agony of their ancestors, inflicted during the time of greed for rubber, the white gold.

Those tormented voices that still whisper in the wind and take root in the riverbanks are what bring me to you today, Armando Normand. Surely, you thought that few would summon you to a space like this, as I do, to hold you accountable or that few would remember you after your cowardly escape from your trial in Iquitos, Perú. Without a doubt, you must already know what I’m about to say. What you may not discern is the countless hours I’ve spent thinking about you, almost obsessively, especially now that I know I’m likely walking the same streets you roamed in your childhood and early adulthood in Cochabamba. I’ve tried countless times to imagine your face and voice, your formative experiences here, and above all, where you learned the cruelty you so tirelessly practiced in the Amazon. Thousands of questions swirl in my head: Does anyone bring flowers to your grave in the cemetery here in Cochabamba? Does anyone remember you as a friend, a family member, or even an acquaintance? How did your accomplices almost erase your name from our mouths, books, and archives? Do the people and their children whose lives you cowardly mutilated still have nightmares about you? And, a question that insists, growing ever more frequent: How does one perform an autopsy on barbarians like you, 100 years later?

Indigenous hunts, as you and your mercenaries called them; deadly whippings and mutilations; the human flesh your mastiff dog tore apart on your command; and the multiple genital wounds you mercilessly inflicted on Indigenous girls whom you called concubines, are just a few of the tangible scars with which your steps can be traced and your likeness sketched. Incalculable, however, are the wounds and losses of the worlds you and those who profited off the business of death in rubber inflicted, attempting to exterminate languages, knowledge, and ways of relating to life and the forest. All cast into the rotten jaws of rubber and its barons, those still hailed as men of nation and progress.

I imagine you boasting with total ease to the rubber bosses here in Bolivia, especially Fidel Endara and Víctor Mercier, murderers of the Pacahuara people of the Beni River. Surely, you would have celebrated the vile atrocities of Nicolás Armentia against the Esse Ejja communities throughout the Kavineño territory and the extensive arteries of its waterways. I have no doubt you would have enjoyed the sinister company of Antenor Vázquez on the banks of the Ivón River. My teeth clench at the mere thought that I dipped my feet in the same beach and waters where they, like you, turned the agony and desecration of souls into their pastime.

Will the children of those who managed to escape your clutches but never slept again ever forgive you? What melodies lulled those who were orphaned of their universes, living without parents, aunts, or grandparents? How do the rivers and trees you turned into infrastructures of torment heal? What became of the others who also made the stockade a verb of agony and suffering for which words have not yet been found? How many Armando Normands exist among us today, also disguised as pioneers of progress in this so-called nation? I don’t know. I don’t know. I don’t know.

What I do know is that that few things make the skin vibrate like the breath of the panpipes to the rhythm to which the Chácobo communities, today much like yesterday, stomp and dance. The grandmothers have unknotted the silences of the rubber years, delicately weaving stories and tales for the children, without interrupting the vitality of the language you tried to exterminate. The sounds of the forest have sung again, as have the aromas of the plants and their fruits. I’m convinced that the children’s vital laughter echoes louder than any wandering specter of yours. Tobacco never stopped growing, and now I wonder if it’s out of rage that it always resurges. You were blown far away, and I dare say, perhaps with haughty certainty, that no one will ever want to pronounce, much less carry, your name near theirs.

From this Cochabamba valley that endures your remains, I couldn’t help the urge to write you this letter. Here, we will not forget your name or that of the other mercenaries with whom you “built a nation,” because, in the words of the wise Peruvian Ino Moxo: “Just thinking that those genocidal men were human, to this day, at times, makes me want to nationalize myself as a snake, or bloodwood, or creek stone, anything.” Even at the risk that these words and their power might return to me in the serpentine twists of our cosmos, I hope that the echoes of the wails you caused, along with the laughter that now chases them away, will haunt, suffocate, and torment you relentlessly, wherever you may exist.

Nohely Guzmán

[1] Campamentos que albergaban a indígenas esclavizados y que también funcionaban como centros de acopio de materiales y herramientas para el procesamiento de la goma extraída de los árboles.

[2] Camps that housed enslaved Indigenous people, and served as collection centers for materials and tools for processing the rubber extracted from trees.

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Featured image: Entrance to Chacobo-Pacahuara Territory, Beni, Bolivia (photo by Nohely Guzmán)